martes, 27 de noviembre de 2007

CAPITULO 4

¿ Dónde has aprendido todas esas cosas Don ? Sabes tanto... o a lo mejor
yo creo que lo sabes. No. Sabes mucho. ¿Es todo fruto de la experiencia ? ¿
No recibiste ningún adiestramiento formal para llegar a ser Maestro ?
- Te dan un libro para que lo leas.
Colgué de los cables un pañuelo recién lavado y miré a Don.
- ¿ Un libro ?
- El Manual del Salvador, una especie de Biblia para maestros. Por ahí tengo
un ejemplar, si te interesa.
- ¡ Sí ! ¿ Dices que se trata de un libro corriente que te enseña ?
Hurgó un poco en el compartimento del Travel Air y sacó un volumen de
pequeño formato, forrado con un material que parecía gamuza.

Manual del Mesías,
Recordatorios para el Alma
Evolucionada

- ¿ Qué cuento es ése del Manual del Salvador ? Aquí dice Manual del
Mesías.
- Bueno, eso.
Empezó a recoger los cacharros dispersos alrededor de su avión, como si
pensase que era hora de proseguir viaje.
Hojeé el libro, que consistía en una colección de máximas y párrafos
breves.

Perspectiva :
Utilízala y Olvídala.
Si has abierto esta página,
olvidas que lo que sucede
a tu alrededor no es real.
Piensa en esto.
Recuerda de dónde has venido,
a dónde vas, y por qué provocaste
el desbarajuste en el que te has metido,
para empezar.
Recuerda que tendrás una muerte horrible.
Todo depende del buen entrenamiento,
y la disfrutarás más si no pierdes de vista
todos estos detalles.
Sin embargo, debes tomarla
con un poco de seriedad.
Las formas de vida menos avanzadas
no entienden generalmente que marches riendo
al patíbulo, y te menospreciarán
por loco.

- ¿ Has leído esto acerca de la pérdida de perspectiva, Don ?
- No.
- Dice que tendrás una muerte horrible.
- No es inevitable. Todo depende de las circunstancias y de la forma en
que resuelvas apañarte.
- ¿ Tu tendrás una muerte horrible ?
- Lo ignoro. ¿ No te parece que sería un poco absurdo, ahora que he dejado
el oficio ? Bastará una discreta y modesta ascensión. Lo decidiré dentro de
pocas semanas, cuando termine lo que he venido a hacer.
Le reproche que bromeaba, como acostumbraba a hacerlo alguna que otra
vez, y no imagine entonces que lo de las "pocas semanas" fuera en serio.
Volví a la lectura del libro y comprobé que se trataba realmente de los
conocimientos que necesitaría un maestro.

Aprender
es descubrir
lo que ya sabes.
Actuar es demostrar que
lo sabes.

Enseñar es recordarles a los demás
que saben tanto como tú.
Sois todos aprendices,
ejecutores, maestros.
Tu única obligación
en cualquier periodo vital
consiste en ser fiel a ti mismo.
Ser fiel a otro ser o a otra cosa
no sólo es imposible,
sino que también es el
estigma del falso
Mesías.

Los
interrogantes más sencillos
son los más profundos.
¿Dónde has nacido ? ¿Dónde esta tu hogar ?
¿A dónde vas ?
¿Qué haces ?
Plantéatelos
de tiempo en tiempo,
y observa como cambian
tus respuestas.

Enseña mejor
lo que más necesitas
aprender.

- Te veo muy callado, Richard - comento Shimoda, como deseoso de
entablar conversación.
- Sí - respondí, y continué leyendo. Si este era un libro escrito
exclusivamente para maestros, no quería soltarlo.

Vive
de manera tal
que nunca te avergüences
si se divulga por todo el mundo
lo que haces o dices...
aunque
lo que se divulgue
no sea cierto.

Tus amigos
te conocerán mejor
en el primer minuto del encuentro
que
tus relaciones ocasionales
en mil
años.

La
mejor forma
de rehuir la responsabilidad
consiste en decir : "Tengo
responsabilidades".

Noté algo extraño en el libro.
- Las páginas no están numeradas, Don.
- No - respondió - basta con abrirlo y encuentras lo que estés buscando.
- ¡ Un libro mágico !
- No. Puedes hacerlo con cualquier libro. Incluso con un periódico viejo, si
lo lees con suficiente atención. ¿ No has fijado nunca algún problema en tu
mente y has abierto luego cualquier libro que tengas a mano para observar
lo que te dice ?
- No.
- Bien, inténtalo alguna vez.
Lo intenté. Cerré los ojos y me pregunté qué me sucedería si seguía junto a
aquel extraño individuo. Era divertido estar con él, pero no podía librarme
de la sensación de que, dentro de no mucho tiempo, le ocurriría algo nada
regocijante, y no quería estar cerca cuando pasara. Pensando en eso, abrí el
libro con los ojos cerrados ; volví a abrirlos y leí :

La criatura estudiosa
que llevas adentro,
el travieso ser espiritual
que encarna tu auténtica personalidad ,
te guía por la vida.

No vuelvas la espalda
a los futuros posibles
antes de estar seguro de que no tienes
nada que aprender de ellos.
Siempre gozarás de libertad
para cambiar de idea
y elegir otro futuro,
u otro
pasado.

¿Elegir otro pasado ? ¿ Literal o figuradamente, o qué quería decir ... ?
- Creo que estoy un poco mareado, Don. No sé cómo podría asimilar estas
lecciones.
- Con práctica. Un poco de teoría y mucha práctica - respondió -.
Necesitarás aproximadamente una semana y media.
- Una semana y media.
- Sí. Convéncete de que conoces todas las respuestas, y las conocerás.
Convéncete de que eres un maestro y lo serás.
- Nunca he dicho que quisiera ser un maestro.
- Es cierto - asintió -. No lo has dicho.
Pero conservé el manual, y no me pidió que se lo devolviera.

CAPITULO 3

Tropeles y hervideros y multitudes de gente, torrentes de seres humanos
precipitándose hacia un hombre colocado en el centro del
torbellino. Después, la muchedumbre se convirtió en un pcéano capaz de
ahogarle, pero él, en lugar de ahogarse, marchó sobre las aguas, silbando,
y desapareció. El océano de agua se trocó en otro de hierba. Un Travel Air
4000 blanco y dorado bajo para posarse sobre la hierba. El piloto salió de la
carlinga y desplegó un cartel de tela con la inscripción : VUELE - 3
DOLARES - VUELE.
Eran las tres de la mañana cuando me desperté.
Se interrumpió el sueño y lo recordé todo y por alguna razón me sentí
feliz. Abrí los ojos y la luz de la luna me mostró el enorme Travel Air
posado junto al Fleet. Shimoda estaba sentado sobre sus mantas
enrolladas, en la misma posición en que le vi la primera vez, con la
espalda apoyada contra la rueda izquierda de su avión. No es que le viera
claramente. Pero notaba que estaba allí...
- Hola, Richard - dijo parsimoniosamente en la oscuridad -. ¿Te ha
explicado eso lo que esta ocurriendo ?
- ¿ Qué es lo que me tiene que explicar algo ?- pregunté, aturdido. Aún
estaba recordando y no atiné a sorprenderme por el hecho de encontrarle
despierto.
- Tu sueño. El hombre y las multitudes y el avión - explicó pacientemente
-. Yo avivé tu curiosidad y ahora lo sabes, ¿no ? Los periódicos se
ocuparon de mí : Donald Shimoda, a quien empezaban a llamar el Mesías
Mecánico, el Avatar Norteamericanao, el mismo que desapareció un día
delante de veinticinco mil atónitos testigos oculares.
Lo recordé. Había leído la noticia en un anaquel de periódicos de una
aldea de Ohio, porque figuraba en primera plana.
- ¿Donald Shimoda ?
- A ti servicio - respondió -. Ahora ya lo sabes, de modo que no tendrás
que devanarte los sesos preguntándote quién soy. Sigue durmiendo.
Pensé largamente en eso, antes de volver a conciliar el sueño.
- ¿Puedes hacerlo... ? Yo no creía... Cuando te endilgan una tarea como esa,
la de Mesías, se supone que debes salvar al mundo, ¿no es así ? No sabía
que el Mesías podía devolver sencillamente las llaves, como has hecho tú,
y renunciar.
Estaba sentado sobre el carenaje del Fleet y estudiaba a mi extraño amigo.
- ¿ Quieres hacerme el favor de pasarme una llave de dos bocas, Don ?
Hurgó en la bolsa de herramientas y me la arrojó. Tal como había sucedido
esa mañana con las otras herramientas, la que acababa de lanzarme perdió
velocidad y se detuvo a treinta centímetros de mí, flotando como si no la
afectara la gravitación, después de hacer un perezoso giro en el aire. Sin
embargo, apenas la toqué, sentí su peso en la mano y volvió a ser una
vulgar llave de aviación de cromo vanadio. Bueno, no tan vulgar. Una vez
se me rompió en la mano una palanca barata y desde entonces he
comprado siempre las mejores herramientas que había en plaza... Y ésta
era una Snap-On que, como sabe cualquier mecánico, no es una llave para
usar todos los días. Por su precio, podría ser de oro, pero es un placer
empuñarla y puedes estar seguro de que nunca se romperá, cualquiera
que sea el trabajo para el que la emplees.
- ¡ Claro que puedes renunciar ! Puedes renunciar a lo que quieras, si ya no
tienes ganas de hacerlo. Puedes renunciar a respirar si lo deseas - hizo
flotar un destornillador Phillips, sólo para entretenerse -. De modo que yo
renuncie a mi condición de Mesías, y si te parece que me pongo un poco a
la defensiva, tal vez sea porque éste es todavía mi estado de ánimo. Es
mejor que conservar el trabajo y aborrecerlo. Un buen Mesías no aborrece
nada y disfruta de libertad para recorrer todos los caminos que se le
antojen. Bueno, esto vale para todos, por supuesto. Todos somos hijos de
Dios, o hijos de lo que Es, o ideas de la Mente, o como tú quieras llamarlo.
Ajusté las tuercas de la base de cilindros del motor Kinner. El viejo B-5 es
una buena fuente de energía, pero estas tuercas tienden a aflojarse cada
cien horas de vuelo y es prudente adelantarse a los problemas. Menos
mal : la primera tuerca que apreté con la llave dio un cuarto de vuelta, y
me felicité por haber tenido la sesatez de verificarlas en su totalidad esa
mañana, antes de cargar otros pasajeros.
- Bien, sí, Don, pero yo pensaba que el oficio de Mesías era distinto de los
otros, ¿sabes ? ¿Acaso Jesús volvería a clavar clavos para ganarse la vida ?
Tal vez sea simplemente que suena un poco raro.
Reflexionó, tratando de interpretar la idea.
- No entiendo lo que quieres decir. Lo raro es que no renunciara cuando
empezaron a llamarle Salvador. En lugar de pensar en sí mismo al recibir
esa mala noticia, intentó razonar : "Muy bien, soy el hijo de Dios, pero
todos lo somos. Soy el salvador, ¡ pero también lo sois vosotros ! ¡ Vosotros
podéis ejecutar los prodigios que ejecuto yo ! Eso lo entiende cualquiera
que este en su sano juicio."
Hacia calor en el carenaje, pero no sentía la sensación de estar trabajando.
Cuanto más deseo hacer algo, menos lo defino como trabajo. Me
complacía saber que lo que hacía era evitar que los cilindros pudieran
desprenderse del motor.
- Dime si necesitas otra llave.
- No la necesito - respondí -. Y he progresado tanto, desde el punto de
vista espiritual, que tus triquiñuelas me parecen simples juegos de salón
de un alma moderadamente evolucionada. O tal vez un aprendiz de
hipnotizador.
- ¡ Hipnotizador ! ¡ Vaya, eres cada vez más amable ! Pero más vale ser
hipnotizador que Mesías. ¡ Qué trabajo más tedioso ! ¿ Por qué no me
daría cuenta de que iba a ser así ?
- Te diste cuenta - contesté sagazmente. El se limitó a reír.
- ¿ Has pensado alguna vez - continué -, que quizás después de todo no
sea tan fácil renunciar, Don ? ¿ Que a lo mejor no consigues acomodarte
sencillamente a la existencia de un ser humano normal ?
Esta vez no rió.
- Tienes razón, sí - asintió, y se pasó los dedos entre el pelo negro -.
Cuando me quedaba demasiado tiempo en un lugar, más de un día o dos,
la gente se daba cuenta de que yo era un ser extraño. Rozas mi solapa y te
curas de un cáncer, y antes de que transcurrauna semana, ahí estoy,
nuevamente en medio de una multitud. Este avión me mantiene en
movimiento y nadie sabe de donde vengo ni a dónde iré a acontinuación,
lo cual me cuadra muy bien.
- Tu vida va a ser más difícil de lo que piensas, Don.
- ¿ De veras ?
- Sí, nuestra época va claramente de lo material a lo espiritual... y aunque
la marcha es lenta, también es portentosa. No creo que el mundo te deje en
paz.
- No es a mí a quien quieren , sino mis milagros. Y puedo eseñarle a algún
otro cómo se ejecutan : que sea él el Mesías. No le explicaré que se trata de
un trabajo tedioso. Además : "No hay ningún problema que, por su
magnitud, sea ineludible".
Salté al suelo y me dediqué a ajustar con mucho cuidado las tuercas del
tercer y cuarto cilindro. No todas estaban flojas, pero algunas sí.
- Creo que citas al perrito Snoopy, ¿ no es verdad ?
- Cito la verdad allí donde la encuentro, gracias.
- ¡ No puedes evadirte, Don ! ¿Qué harás si empiezo a venerarte ahora
mismo ? ¿ Qué harás si me canso de trabajar en el motor y empiezo a
suplicarte que te ocupes de repararlo ? Escucha, ¡ te daré hasta el último
centavo que gane desde ahora hasta que se ponga el sol si me enseñas a
flotar en el aire ! Si no lo haces, sabré que tengo el deber de empezar a
adorarte, Santo Mensajero Enviado a Aliviar Mi Carga.
Se limitó a sonreírme. Aún no creo que entendiera que no podía evadirse.
¿ Cómo podía saberlo yo y él no ?
- ¿ Disfrutaste del espectáculo completo, como el que vemos en las
películas filmadas en la India ? Muchedumbres en las calles, miles de
manos que te tocan, flores e incienso, tarimas doradas con tapices
plateados.
- No. Antes incluso de conseguir el trabajo preví que no podría soportar
eso. De modo que escogí los Estados Unidos y solo tuve las
aglomeraciones.
Para él era doloroso recordar, y lamenté haber mencionado el tema.
Siguió hablando, sentado en el heno, atravesándome con la mirada como
si yo fuera transparente.
- Quería decirles: Por amor de Dios, si tanto anheláis la libertad y la dicha,
¿ cómo no os dais cuenta de que nada de eso esta fuera de vosotros ? ¡
Decid que lo tenéis y lo tendréis ! ¡ Comportáos como si fuera vuestro y lo
será ! ¿ Es que acaso es tan difícil, Richard ? Pero la mayoría ni siquiera me
escuchaban. Milagros... Así como la gente acude a las carreras de coches
para presenciar los accidentes, así también acudía a mí para presenciar
milagros. Al principio te defrauda, y al cabo de algún tiempo simplemente
te aburre. No entiendo como pudieron soportarlo los otros Mesías.
- Cuando lo planteas en esos términos, pierde un poco de su encanto -
respondí. Ajusté la última tuerca y guardé las herramientas -. ¿ A dónde
iremos hoy ?
Fuimos hasta mi carlinga y en lugar de fregar el parabrisas, Don hizo un
pase con la mano y los insectos que estaban pegados cobraron vida y se
alejaron volando. Su propio parabrisas nunca necesitaba limpieza, claro
está, y ahora sabía que su motor jamás necesitaría mantenimiento.
- No lo sé - respondió -. No sé a dónde vamos.
- ¿ Qué significa eso ? Tu conoces el pasado y el futuro de todo. ¡ Sabes
exactamente a dónde vamos !
Suspiró.
- Sí. Pero procuro no pensar en ello.
Durante un rato, mientras me ocupaba de los cilindros me pude a pensar :
Caray, bastará que me quede al lado de este hombre y no tendré
problemas, no me ocurrirá nada malo y todo saldrá a las mil maravillas.
Pero la forma en que lo dijo - "Procuro no pensar en ello"- me tajo a la
memoria la suerte que habían corrido los otros Mesías enviados a este
mundo. El sentido común ,e ordenó enfilar hacia el sur inmediatamente
después del despegue y alejarme de él todo lo que pudiera.
Pero, como dije, se siente uno muy solo cuando vuela sin compañía, como
yo, y me sentía contento de haberle conocido, de tener sencillamente un
interlocutor que sabía distinguir un alerón de un estabilizador vertical.
Debería haber enfilado hacia el sur. Pero después del despegue me quedé
con él y volamos rumbo al norte y el este, hacia ese futuro en el que Don
procuraba no pensar.

domingo, 5 de agosto de 2007

CAPITULO 2

CONOCÍ a Donald Shimoda a mediados del verano. En los cuatro años que llevaba volando no había encontrado a ningún otro piloto que hiciera lo que yo: dejarse llevar por el viento de un pueblo a otro, ofreciendo paseos en un viejo biplano a tres dó­lares por diez minutos de vuelo.

Pero un día, un poco al norte de Ferris, en Illinois, miré abajo desde la carlinga de mi Fleet y vi un viejo Travel Air 4000, dorado y blanco, bellamente posado sobre el heno esmeralda-limón.
La mía es una vida libre, pero a veces me siento solo. Vi el bipla­no allí, lo pensé unos instantes y resolví que nada perdía con bajar. Reduje gases, incliné el timón de dirección, y el Fleet y yo iniciamos un descenso lateral. Volvieron los ruidos familiares: el del viento en los cables de las alas y ese apacible y lento poc-poc del viejo motor que hace girar perezosamente la hélice.


Me subí las gafas para vigilar mejor el aterrizaje. Los tallos de maíz ondulaban abajo, muy cerca, como una jungla de follaje verde; tuve el vislumbre de una empaliza­da y luego se extendió el heno recién cortado hasta donde alcanzaba la vista. Enderecé la palanca de mando y el timón de dirección: una grácil vuelta alrededor del campo, el roce del heno contra los neumá­ticos y después el familiar y sereno chasquido crepitante del terreno duro debajo de las ruedas. Despacio, despacio; luego, una rápida descarga de estrépito y potencia para rodar hasta el otro avión y dete­nerse a su lado. Reducir gases, oprimir el interruptor, y el suave clac-clac de la hélice, cada vez más lento, en medio del silencio implacable de julio.

El piloto del Travel Air estaba sentado en el heno, con la espalda reclinada contra la rueda izquierda de su avión, y me miraba apa­ciblemente.
También yo le miré, durante medio minuto, escudriñando el mis­terio de su aplomo. Yo no habría tenido la sangre fría precisa para quedarme tranquilamente sentado, observando cómo otro avión se posaba en el mismo campo y se detenía a diez metros del mío. Le saludé con una inclinación de cabeza. Sin saber por qué, lo encontré simpático.

-Me pareció que estabas solo -dije, a través de la distancia que nos separaba.
-Tu' también lo parecías.
-No quise molestarte. Si estoy de más, me voy.
-No. Te esperaba.
Sonreí al oírle.
-Perdona que te haya hecho esperar.
-No importa.


Me quité el casco y las gafas, salí de la carlinga y bajé al suelo. Pisar la tierra produce una sensación agradable cuando se han pasado un par de horas en el Fleet.

-Espero que no te importe el jamón y queso -dijo-. Jamón y queso y tal vez una hormiga.
No hubo ni un apretón de manos ni presentación de ninguna na­turaleza.


No era corpulento. El pelo hasta los hombros, más negro que el caucho del neumático contra el que se apoyaba. Ojos oscuros como los de un halcón, de esos que me gustan en un amigo y que, sin embargo, me incomodan mucho en cualquier otro. No sé por qué pensé en él como en un maestro de karate dispuesto a hacer una demostración discretamente violenta.
Acepté el bocadillo y el agua que me ofrecía en la tapadera de un termo.


-Pero ¿quién eres? -pregunté-. Hace años que voy así y nunca he visto a otro acróbata del aire en los campos.
-No sirvo para muchas otras cosas -respondió, bastante com­placido-. Trabajitos mecánicos, soldaduras, forcejear un poco, des­guazar tractores. Cuando me quedo mucho tiempo en un mismo lugar, tengo problemas. De modo que preparé el avión y ahora me dedico a la acrobacia aérea.
-¿Qué modelos de tractores?
-Los D-8, los D-9. Fue por poco tiempo, en Ohio.
-¡El D-9! ¡Tan grande como una casa! Con una primera de doble tracción. ¿ Es cierto que puede derribar una montaña?
-Hay mejores sistemas para mover montañas -contestó, con una sonrisa que tal vez duró una décima de segundo.
Estuve un minuto largo recostado contra el ala inferior de su avión, estudiándole. Una ilusión óptica... era difícil mirarle de cerca. Era como si hubiera un halo luminoso alrededor de su cabeza, que diluyera el fondo hasta reducirlo a un tono plateado, tenue y nebuloso.
-¿Te ocurre algo? -inquirió.
-¿Qué clase de problemas tuviste?
-Bah, nada importante. Se trata sencillamente de que en estos tiempos me gusta ir de un lado a otro. Como a ti.


Di la vuelta a su avión, con el bocadillo en la mano. Era un modelo 1928 ó 1929, y no tenía ni un raspón. Las fábricas no pro­ducen aviones tan impecables como el suyo, ahí posado sobre el heno. Por lo menos veinte capas de butirato aplicado a mano; la pin­tura estaba estirada como un espejo sobre las costillas de madera. Debajo del borde de la carlinga leí la palabra Don, escrita en letras góticas doradas, y la matrícula adherida al porta mapas decía: D. W. Shimoda. Los instrumentos acababan de salir del embalaje: eran los originales, de 1928. Palanca de mando y barra del timón de direc­ción fabricadas con roble barnizado; palanca de gases, mando de mezcla y avance de encendido a la izquierda. Ya no se encuentran avances de encendido ni siquiera en las antigüedades mejor restaura­das. Ni un raspón, ni un remiendo en el fuselaje, ni una salpicadura de aceite. Ni siquiera una brizna de paja sobre el suelo de la carlinga, como si el biplano no hubiera volado nunca y se hubiera materializa­do allí mismo después de atravesar medio siglo por un túnel del tiem­po. Sentí un extraño escalofrío en la nuca.

-¿Cuánto hace que llevas pasajeros? -le pregunté.
-Aproximadamente un mes, ahora. Cinco semanas.


Mentía. Cinco semanas por los campos y, seas quien fueres, ten­drás mugre y aceite en el avión y habrá una brizna de paja en el suelo de la carlinga, por mucho que te esmeres para evitarlo. Pero aquel artefacto... ni aceite sobre el parabrisas, ni manchas de heno volador aplastado contra los fuertes de ataque de las alas y los alerones de cola, ni insectos estrellados contra la hélice. Un avión que atraviesa la atmósfera estival de Illinois no puede estar en semejantes condiciones. Examiné el Travel Air durante otros cinco minutos. Después volví al punto de partida y me senté sobre el heno, debajo del ala, de cara al piloto. No tenía miedo. El fulano seguía resultándome simpá­tico, pero había algo que no encajaba.

-¿Por qué no me dices la verdad?
-Te la he dicho, Richard -respondió-. Además, puedes ver el nombre pintado en el avión.
-Nadie puede estar llevando pasajeros en un Travel Air durante un mes sin que el avión se le manche de aceite, amigó mío, y de pol­vo. Sin que tenga que aplicar un remiendo al fuselaje. Y ¡por amor de Dios! sin que se le llene el suelo de paja.
Sonrió plácidamente.
-Hay cosas que ignoras.
En ese momento era un ser extraño procedente de otro planeta. Le creí, pero no encontré la forma de explicar la presencia de su avión refulgente, posado en el prado estival.
-Es cierto. Pero algún día lo sabré todo. Y entonces te regalaré mi avión, Donald, porque ya no lo necesitaré para volar.
Me miró con interés y arqueó las cejas negras.
-¿De veras? Cuéntamelo.
Estaba exultante. ¡Al fin! Alguien dispuesto a escuchar mi teoría.
-Supongo que durante mucho tiempo la gente no pudo volar porque no lo creía posible; por eso no aprendía los principios elemen­tales de la aerodinámica. Yo quiero creer que en alguna parte existe otro principio: no necesitamos aviones para volar, ni para atravesar paredes, ni para llegar a los planetas. Podemos aprender a hacerlo sin la ayuda de ningún tipo de máquinas. Si lo deseamos.
Esbozó una sonrisa a medias, seriamente, y asintió con una sola inclinación de cabeza.
-Y piensas que aprenderás lo que deseas recogiendo pasajeros en los campos, a tres dólares por cabeza.
-El único aprendizaje digno de ese nombre es el que yo consiga por mi cuenta. Si en el mundo hubiera alguien, que no lo hay, capaz de enseñarme más que mi avión, y que el cielo, acerca de lo que deseo saber, correría ahora mismo a buscarle. O a buscarla.
Los ojos oscuros me escrutaron fijamente.
-¿Y no crees que si realmente quieres aprender esto, es que alguien te está guiando?
-Me está guiando, claro. ¿Acaso no nos guían a todos? Siempre he sentido que algo me vigila, como quien dice.
-Y piensas que te conducirán hasta el maestro que podrá ayu­darte.
-Si el maestro no resulto ser yo, sí.
-A lo mejor es así como sucede -dijo.

Una flamante camioneta avanzó silenciosamente por el camino en dirección a nosotros, levantando una tenue polvareda parda, y se detuvo junto al campo. Se abrió la puerta y bajaron de ella un ancia­no y una niña de unos diez años. La atmósfera estaba tan tranquila que el polvo continuó flotando.


-¿Llevan pasajeros, verdad? -preguntó el hombre.
Era Donald Shimoda el que había descubierto el lugar, de modo que permanecí callado.
-Sí, señor -respondió fogosamente-. ¿Anda hoy con ganas de volar?
-Si subo, ¿hará algunas acrobacias, rizará el rizo conmigo allá arriba?
Los ojos del hombre titilaron. Quería saber si lo reconocíamos, a pesar de su jerga de palurdo.
-Si lo desea, lo haré. Si no, no.
-Y supongo que me cobrará una fortuna.
-Tres dólares en metálico, señor, por diez minutos de vuelo. O sea, treinta céntimos por minuto. Y lo vale, según me dice la mayoría de la gente.


Tuve la extraña sensación de sentirme un poco espectador mien­tras permanecía allí sentado, ocioso, escuchando el modo en que el individuo promocionaba su mercancía. Me gustó lo que dijo, siempre en un tono muy medido. Me había acostumbrado tanto al sistema que yo empleaba para reclutar mis clientes («¡Os garantizo que arriba la temperatura es diez grados más baja, amigos! ¡Venid a donde sólo vuelan los pájaros y los ángeles! Todo por sólo tres dólares, apenas doce monedas de veinticinco centavos... »), que había olvidado que podía haber otro.
Volar y tener que vender el viaje además, entrañaba una cierta tensión. Estaba acostumbrado a ella, pero no por eso dejaba de existir: si no consigo pasajeros, no como. Como en aquel momento podía quedarme sentado, sin que mi almuerzo dependiera del desenlace, aproveché la oportunidad para relajarme y mirar.


La niña también se mantenía apartada, observando. Rubia, de ojos castaños y expresión solemne, estaba allí porque su abuelo esta­ba. No quería volar.
En la mayoría de los casos se produce la situación inversa: niños ávidos y adultos cautelosos. Pero cuando uno se gana la vida con ese trabajo también adquiere un sexto sentido, y comprendí que la niña no volaría con nosotros en todo el verano.


-¿Cuál de ustedes, caballeros...? -preguntó el hombre.
Shimoda se sirvió una taza de agua.
-Richard le llevará. Yo estoy comiendo. A menos que prefiera esperar.
-No, señor. Estoy listo para partir. ¿Podremos volar sobre mi granja?
-Desde luego -asentí-. Bastará que señale en qué dirección desea ir, señor.
Saqué las mantas, la caja de herramientas y las cacerolas de la carlinga delantera del Fleet, le ayudé a instalarse en el asiento para pasajeros y le puse el cinturón de seguridad. Después me deslicé en la carlinga posterior y ajusté mi propio cinturón.
-¿Me echas una mano, Don?


Siempre que alguien acciona la hélice del Fleet, tira con demasia­da fuerza y por complejas razones el motor no arranca. Pero aquel hombre la hizo girar muy lentamente, como si la conociera de toda la vida. El muelle de arranque chasqueó, las chispas saltaron en los cilindros y el viejo motor se puso en marcha, con la mayor espontaneidad. Don volvió a su avión, se sentó y entabló conversación con la niña.

El Fleet levantó vuelo en medio de una fuerte descarga de poten­cia y de pajas arremolinadas. Subió treinta metros (si el motor se detiene ahora, nos asentaremos sobre el maíz), ciento cincuenta metros (ya podemos volver y posarnos sobre el heno... al oeste tene­mos ya la dehesa), trescientos metros y luego nos enderezamos en medio del viento, siguiendo el rumbo que marcaba el dedo del hom­bre, hacia el sudoeste.

Tres minutos de vuelo y describimos un círculo sobre una granja con establos del color de carbones incandescentes y una casa marfileña en medio de un océano de menta. En el fondo, un huerto con maíz tierno, lechuga y tomates.
El ocupante de la carlinga delantera miró hacia abajo mientras sobrevolábamos la finca, enmarcada entre las alas y los cables del Fleet.
En la galería apareció una mujer, con un delantal blanco sobre el vestido azul, saludando con la mano. El hombre contestó el saludo. Más tarde comentarían la nitidez con que se habían visto a través del cielo.

Finalmente me miró e hizo una inclinación de cabeza. Ya era suficiente, gracias, y que podíamos regresar.

Describí un vasto círculo alrededor de Ferris, para que la gente se enterara de que había una función de vuelo, y después tracé una espiral sobre el campo de heno para enseñar dónde estaba, exactamente, el escenario. En el momento en que planeaba para aterrizar, sesgándome sobre el maizal, el Travel Air despegó y se dirigió inme­diatamente hacia la granja que nosotros acabábamos de dejar atrás.

Yo formé parte, hace tiempo, de una escuadrilla de cinco acróba­tas del aire, y por un momento tuve la misma sensación de actividad febril... un avión que remontaba el vuelo al tiempo que otro aterrizaba. Tocamos tierra con un plácido impacto ronroneante y rodamos hasta el otro extremo del campo, junto al camino.
El motor se detuvo, el hombre se desabrochó el cinturón de seguridad y le ayudé a bajar. Sacó la cartera del interior del mono y contó los billetes de dólar, mientras movía la cabeza.


-Ha sido un paseo estupendo, hijo.
-Eso pensamos. Vendemos un buen producto.
-¡El que vende es su amigo!
-¿Cómo dice?
-Lo que he dicho. Su amigo sería capaz de venderle tizones al diablo, sí señor. ¿No piensa lo mismo?
-¿Por qué lo dice?
-Por la niña, claro. ¡Mi nieta Sarah volando!
Mientras decía esto miraba al Travel Air que, como una lejana mota de plata en el aire, sobrevolaba la granja. Hablaba con la serenidad con que lo habría hecho si hubiera notado que en la rama seca del huerto acababan de brotar flores y manzanas maduras.
-Desde que nació, esa criatura huye despavorida de los lugares altos. Grita. Se espanta. Es tan difícil que Sarah trepe a un árbol como que sacuda un avispero con la mano desnuda. Ni siquiera se atreve a subir la escalera del desván, y no lo haría aunque el Diluvio estuviera inundando el patio. Es un prodigio con las máquinas, no les tiene miedo a los animales... ¡pero tiene fobia a las alturas! Y ahí está, volando.


Me habló de eso y de otros tiempos singulares. Recordaba la época en que los acróbatas del aire pasaban por Galesburg, hacía muchos años, y por Monmouth, pilotando biplanos iguales a los nuestros pero realizando con ellos toda clase de locas piruetas.

Observé cómo el lejano Travel Air aumentaba de tamaño, picaba sobre el campo en un ángulo mucho más empinado que el que yo habría intentado con una niña que tenía miedo a las alturas, sobrevolaba el maíz y la cerca y se posaba en un aterrizaje en tres etapas real­mente espectacular. Donald Shimoda debía tener mucha experiencia como piloto para tomar tierra así con un Travel Air.

El avión fue a detenerse junto a nosotros, sin consumir más combustible, y la hélice traqueteó apaciblemente hasta inmovilizarse. La observé con atención. No había insectos aplastados contra su superfi­cie. Ni una sola mosca estrellada contra la gran pala de dos metros cuarenta.
Me levanté de un salto para ayudarles, desabroché el cinturón de seguridad de la niña, abrí la portezuela de la carlinga delantera para que saliese y le mostré dónde debía pisar para que su pie no atravesa­ra la tela del ala.


-¿Te ha gustado? -pregunté.
No me prestó atención.
-¡Abuelo, no tengo miedo! ¡No me he asustado! ¡La casa parecía un juguete y mamá hacía señales con la mano y Don dijo que yo tenía miedo porque una vez me había caído y muerto, pero que ya no debo temer! Seré piloto, abuelo. ¡Tendré mi propio avión y yo misma me ocuparé del motor y volaré a todas partes y llevaré pasajeros! ¿Podré hacerlo?
Shimoda sonrió al viejo y se encogió de hombros.
-Él te ha dicho que serías piloto, ¿verdad, Sarah?
-No, pero lo soy. Ya me apaño con los motores. ¡Tú lo sabes!
-Bueno, eso lo hablarás con tu madre. Es hora de volver a casa.


Los dos nos dieron las gracias y se dirigieron hacia la camioneta -él, andando y la niña corriendo-, transformados ambos por lo que había sucedido en el campo y en el cielo.
Llegaron dos coches, y luego un tercero, y a mediodía se agolpó la gente que quería ver Ferris desde el aire. Realizamos doce o trece vuelos tan rápidamente como pudimos, y a continuación fui a la estación de servicio del pueblo, por gasolina para el Fleet. Después tuvimos algunos pasajeros, y luego unos cuantos más; cayó la tarde y seguimos volando hasta la puesta del sol.
En alguna parte, un cartel decía 200 habitantes, y cuando oscureció tuve la impresión de que a todos incluso a algunos forasteros, los habíamos paseado por el aire.
Con el ajetreo de los vuelos olvidé preguntarle a Don qué había sucedido con Sarah, y qué le había dicho él: si había inventado la historia de la muerte anterior de la niña, o si pensaba que era cierta. En alguno de los aterrizajes estudié detenidamente su avión mientras los pasajeros cambiaban de asiento. No tenía ni una marca, ni una gota de aceite en ninguna parte. Aparentemente, volaba esquivando esos mismos insectos que yo tenía que limpiar de mi parabrisas cada una o dos horas.


Cuando pusimos punto final a la jornada, apenas quedaba un ligero resplandor en el cielo. Y cuando terminé de acomodar los tallos de maíz secos en mi cocina portátil de hojalata, y los hube cubierto con trozos de carbón y hube encendido el fuego, la oscuri­dad era total y las llamas arrancaban reflejos de colores de los avio­nes posados cerca de nosotros y de la paja dorada que nos rodeaba.
Eché una mirada al interior de la caja de provisiones.


-Las opciones son: sopa, cocido o spaghettis -dije-. Pera o melocotón. ¿ Quieres melocotón en almíbar?
-Es lo mismo -respondió afablemente-. Cualquier cosa o nada.
-Hombre, ¿no tienes apetito? ¡Ha sido una jornada de mucho movimiento!
-No me has dado muchas razones para tener apetito, a menos que el cocido sea bueno.


Abrí la lata de cocido con mi Cuchillo de Salvamento de Oficial de Swiss Air, hizo lo mismo con la de spaghettis, y puse ambos recipientes en el fuego.
Tenía los bolsillos repletos de dinero: para mí, era una de las horas más placenteras del día. Saqué los billetes y los conté, sin preocuparme demasiado por estirarlos. Sumaban ciento cuarenta y siete dólares, y en seguida realicé un cálculo mental, operación ésta que no me resultaba fácil.


-Esto supone... supone... vamos a ver... cuatro, me llevo dos... ¡cuarenta y nueve vuelos en una jornada! He pasado la barrera de los cien dólares por día, Don... ¡el Fleet y yo solos! Tú debes haber sacado fácilmente doscientos... ¿llevas muy a menudo dos pasajeros por vuelo?
-Sí, a menudo -asintió. Y agregó-: Respecto de ese maestro que andas buscando...
-No busco ningún maestro -respondí-. Lo que hago es contar dinero! Con eEsto puedo vivir una semana. ¡No me importa que la lluvia me tenga parado una semana íntegra!


Me miró y sonrió.

-Cuando termines de nadar en dinero -dijo-, ¿tendrías amabilidad de pasarme mi cocido?

CAPITULO 1


1. Vino al mundo un Maestro, nacido en la tierra santa de Indiana de Indiana, criado en las colinas místicas situadas al este de Fort Wayne.

2. El Maestro aprendió lo que concernía a este mundo en las escuelas públicas de Indiana y luego, cuando creció, en su oficio de mecánico de automóviles.

3. Pero el Maestro traía consigo los conocimientos de otras tierras y otras escuelas, de otras vidas que había vivido. Los recordaba, y presto que los recordaba adquirió sabiduría y fuerza, y la gente descubrió su fortaleza, y acudió a él en busca de consejo.

4. El Maestro creía que disfrutaba de la facultad de ayudarse a sí mismo y de ayudar a toda la humanidad, y puesto que lo creía, así fue, de modo que otros vieron su poder y acudieron a él para que les curase de sus tribulaciones y sus muchas enfermedades.

5. El Maestro creía que es bueno que todo hombre se vea a sí mismo como hijo de Dios, y puesto que lo creía, así fue, y los talleres y los garajes donde trabajaba se poblaron y atestaron con quienes buscaban su sabiduría y el contacto de su mano, y las calles circundantes con quienes sólo anhelaban que su sombra pasajera se proyectara sobre ellos y cambiara sus vidas.

6. Sucedió, en razón de las multitudes, que varios capataces y jefes de talleres le ordenaron al Maestro que dejara sus herramientas y siguiera su camino, porque el apiñamiento era tal que ni él ni los otros mecánicos tenían espacio para trabajar en la reparación de los automóviles.

7. Se internó, pues, en la campiña, y sus seguidores empezaron a llamarlo Mesías, y hacedor de milagros; y puesto que lo creían, así fue.

8. Si estallaba una tormenta mientras él hablaba, ni una sola gota de lluvia tocaba la cabeza de uno de sus oyentes, y quienes estaban en el fondo de la multitud, escuchaban sus palabras con tanta nitidez como los primeros, aunque en el cielo retumbaran rayos y truenos. Y siempre les hablaba en parábolas.

9. Y les dijo: “En cada uno de nosotros reside el poder de prestar consentimiento a la salud y a la enfermedad, a las riquezas y a la pobreza, a la libertad y a la esclavitud. Somos nosotros quienes las domeñamos y no otro.”

10. Un obrero habló y dijo: “Es fácil para ti, Maestro, porque a ti te guían y a nosotros no, y no necesitas trabajar como trabajamos nosotros. En este mundo el hombre debe trabajar para ganarse la vida.”

11. El Maestro respondió y dijo: “Una vez vivía un pueblo en el lecho de un gran río cristalino.

12. “La corriente del río se deslizaba silenciosamente sobre todos sus habitantes: jóvenes y ancianos, ricos y pobres, buenos y malos, y la corriente seguía su camino, ajena a todo lo que no fuera su propia esencia de cristal.

13. “Cada criatura se aferraba como podía a las ramitas y rocas del lecho del río, porque su modo de vida consistía en aferrarse y porque desde la cuna todos habían aprendido a resistir la corriente.

14. “Pero al fin una criatura dijo: ‘Estoy harta de asirme. Aunque no lo veo con mis ojos, confío en que la corriente sepa hacia dónde va. Me soltaré y dejaré que me lleve a donde quiera. Si continúo inmovilizada, me moriré de hastío’.

15. “Las otras criaturas rieron y exclamaron: ‘¡Necia! ¡Suéltate, y la corriente que veneras te arrojará, revolcada y hecha pedazos contra las rocas, y morirás más rápidamente que de hastío!’

16. “Pero la que había hablado en primer término no les hizo caso, y después de inhalar profundamente se soltó; inmediatamente la corriente la revolcó y la lanzó contra las rocas.

17. “Mas la criatura se empecinó en no volver a aferrarse, y entonces la corriente la alzó del fondo y ella no volvió a magullarse ni a lastimarse.

18. “Y las criaturas que se hallaban aguas abajo, que no la conocían, clamaron: ‘¡Ved un milagro! ¡Una criatura como nosotras, y sin embargo vuela! ¡Ved al Mesías, que ha venido a salvarnos a todas!’

19. “Y la que había sido arrastrada por la corriente respondió: ‘No soy más mesías que vosotras. El río se complace en alzarnos, con la condición de que nos atrevamos a soltarnos. Nuestra verdadera tarea en este viaje, esta aventura.’

20. “Pero seguían gritando, aún más alto: ‘¡Salvador!, sin dejar de aferrarse a las rocas. Y cuando volvieron a levantar la vista, había desaparecido, y se quedaron solas, tejiendo leyendas acerca de un Salvador.”

21. Y sucedió que cuando vio que la multitud crecía día a día, más hacinada y apretada y enfervorizada que nunca, y cuando vio que los hombres le urgían para que les alimentara con sus milagros, para que aprendiera por ellos y viviera sus vidas, se sintió afligido, y ese día subió solo a la cima de un monte solitario y allí oró.

22. Y dijo en el fondo de su alma: “Será un Portento Infinito, si esa es tu voluntad, que apartes de mí este cáliz, que me ahorres esta tarea imposible. No puedo vivir las vidas de los demás, y sin embargo diez mil personas me lo suplican. Lamento haber permitido que sucediera todo esto. Si esa es tu voluntad, autorízame a volver a mis motores y a mis herramientas, y a vivir como los otros hombres.”

23. Y una voz le habló en las alturas, una voz que no era ni masculina ni femenina, poderosa ni suave, sino infinitamente bondadosa. Y la voz le dijo: “No se hará mi voluntad, sino la tuya. Porque lo que tú deseas es lo que yo deseo de ti. Sigue tu camino como los otros hombres, y que seas feliz en la Tierra.”

24. Al escucharla, el Maestro se regocijó, y dio las gracias, y bajó de la cima del monte tarareando una cancioncilla popular entre los mecánicos. Y cuando la multitud le urgió con sus penas, y le imploró que la curara y aprendiera por ella y la alimentara incesantemente con su sabiduría y le entretuviera con sus milagros, él le sonrió y le dijo apaciblemente: ”Renuncio.”

25. Por un momento, la muchedumbre quedó muda de asombro.

26. Y él continuó: “Si un hombre le dijera a Dios que su mayor deseo consistía en ayudar al mundo atormentado, a cualquier precio, y Dios le contestara y le explicara lo debía hacer ¿tendría el hombre que obedecer?

27. “¡Claro, Maestro!”, clamó la multitud. “¡Si Dios se lo pide deberá soportar complacido las torturas del mismísimo infierno!”

28. “¿Cualesquiera que sean esas torturas, y por ardua que sea la tarea?”

29. “Deberá enorgullecerse de ser ahorcado, deleitarse de ser clavado a un árbol y quemado, si eso es lo que Dios le ha pedido”, contestó la muchedumbre.

30. “¿Y qué haríais –preguntó el Maestro a la concurrencia- si Dios os hablara directamente a la cara y os dijera:
‘OS ORDENO QUE SEÁIS FELICES EN EL MUNDO, MIENTRAS VIVÁIS’ ¿Qué haríais entonces?

31. La multitud permaneció callada. Y no se oyó una voz, un ruido, entre las colinas ni en los valles donde estaba congregada.

32. Y el Maestro dijo, dirigiéndose al silencio: “En el sendero de nuestra felicidad encontraremos la sabiduría para la que hemos elegido esta vida. Esto es lo que he aprendido hoy, y opto por dejaros ahora para que transitéis por vuestro propio camino, como deseáis.”

33. Y marchó entre las multitudes y las dejó, y retornó al mundo cotidiano de los hombres y las máquinas.